Cobardías Intelectuales

Decir las cosas a medias, sugerir sin mostrar, sí pero no, tirar la piedra y esconder la mano, silbar y mirar para arriba, tocar timbre y salir corriendo; todas formas en las que las personas hacemos o decimos sin hacer o decir.

En las conductas cotidianas estos comportamientos hasta pueden resultar prudentes y necesarios para la adaptación social. En última instancia uno no puede ir por la vida diciendo todo lo que piensa, haciendo todo lo que quiere. Uno no vive solo.

Pero hay un espacio en el que este comportamiento adaptativo deja de ser virtuoso para volverse cuestionable, y ese espacio es el de las ideas.

Los intelectuales están para exponer su pensamiento, sus reflexiones, sin filtros, están para molestar, incluso a veces, despiadadamente. Están para lo que el filósofo argentino Tomas Abraham llama “ser disonante”, tocar una nota diferente a la del resto.

Cuando un intelectual dice, se hace cargo de su decir, de su pensar; pero cuando un intelectual dice a medias, cuando sugiere sin exponer, cuando avanza pero retrocede, cuando toca el timbre de su reflexión y corre huyendo entre avergonzado y culposo, estamos frente a quien no se hace cargo de su propio pensamiento, estamos frente a una cobardía intelectual.

El pasado martes 8 de mayo la socióloga argentina Beatriz Sarlo escribió un artículo en el diario La Nación sobre Malvinas y un cuestionado spot promocional de las olimpiadas. En ese artículo cuestiona el spot y cuestiona la política del gobierno nacional sobre Malvinas, y en un momento de su relato trae a colación la utilización que hizo el gobierno nazi alemán en 1936 de los Juegos Olímpicos de ese año llevados a cabo en la ciudad de Berlín.

Sarlo comienza a transitar el camino de la analogía entre los Juegos de 1936 y los de 2012, y entre el gobierno hitleriano y el kirchnerista, pero un párrafo más adelante se detiene y afirma “me apresuro a aclarar que estoy lejos de pensar que el gobierno de CFK tenga algo que ver con el nazismo”.

¿Por qué razón entonces Sarlo incorporó a su reflexión aquel hecho histórico de 1936 si no tenía ninguna intención de comparar una cosa con la otra? Extraño comportamiento de la intelectual estrella de la oposición mediática argentina, que dice sí pero no, que arranca y pone marcha atrás, que orejea los naipes y se va al mazo.

Valentía intelectual es exponer el pensamiento si se está en seguridad de ello, si se confía en sus argumentos, si se supone certeza. Ahora, si el intelectual se desdice entre un párrafo y el siguiente, si está a punto de revelar el secreto pero decide comerse el papel, estamos frente a un acto de cobardía intelectual o un fabuloso festival de fuegos de artificio.

Algo parecido sucedió en esta misma semana con el filósofo disonante Tomas Abraham, en un reportaje editado por la Revista Ñ, del grupo Clarín, en su nota de tapa.

Abraham afirma como al pasar en un extenso reportaje de cuatro páginas, que el formato del discurso del gobierno kirchnerista “donde todo se lee como lealtad o traición. Es típico de los regímenes fascistas”.

Otra vez, Abraham anuncia revelar el misterio, pero allí se queda… ¿Se trata solo de un discurso fascista o hay algo más que eso? ¿Un discurso fascista hace a un gobierno fascista? ¿Abraham piensa realmente que el gobierno de Cristina Fernandez es fascista?

Abraham, como Sarlo, tira la piedra de su pensamiento y esconde la mano de su responsabilidad intelectual, aunque a diferencia de Sarlo no anuncia que acaba de esconder la mano. Más elusivo él que ella simplemente deja caer el concepto, “fascista”, como ella deja caer la analogía con “los nazis”.

Cualquier análisis semiológico o psicológico del discurso del tándem Sarlo-Abraham develaría que ambos creen que Argentina vive un proceso político nazi-fascista.

Pero no lo dicen, lo dejan traslucir, que si pero que no, dejan caer la palabra “nazi” o la palabra “fascista” en medio de otras miles de palabras, como perdidas y confundidas en el conjunto, culposos hasta de la desmesura de su propia reflexión a la que los ha arrastrado la dinámica de la disonancia, como diría el propio Abraham.

La cobardía intelectual no es decir lo que se piensa, aunque lo que se piense pueda ser valorado negativamente, la cobardía intelectual radica en no hacerse cargo de ese pensamiento que se sugiere y se deja caer despreocupadamente en gotas, pero del que finalmente se termina huyendo mirándolo con horror hacia su propio interior por encima del hombro.

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