Por Pablo Camogli, Historiador
En El crimen de la guerra, Juan Bautista Alberdi denuncia lo que por aquel entonces ya se había consolidado como método de interpretación y construcción historiográfica: la transformación de los actores bélicos en héroes y próceres. El autor de las Bases no pretendió efectuar una crítica literaria, sino, más bien, una reflexión política ante una realidad nacional que emergía de la violencia y que se pretendía reflejar en un panteón de próceres extremadamente cercanos a esa misma violencia.
En aquel libro, el autor fustigaba casi por igual a San Martín como a sus contemporáneos Mitre y Sarmiento. Al primero, porque lo consideraba simplemente un soldado y, por lo tanto, un hombre incapaz de alcanzar la altura política de un Washington, ya que la gloria de éste provenía de la libertad y no de la guerra. A los segundos, porque los creía culpables del doble crimen de la guerra del Paraguay y del sangriento conflicto interno que, con las montoneras jordanistas, cerraba su ciclo histórico.
Para la conciencia política de la élite liberal que por aquel entonces daba forma a la Argentina moderna, la Nación no sólo se fundaría desde la instauración de lo que Natalio Botana denominó como el «Orden conservador», sino que, además, sería necesario revestirla de un simbolismo que justificara aquel período genesíaco. De allí la búsqueda de héroes y la configuración de próceres que reflejaran un ideal que, por momentos, parecía surgido del «seno de una leyenda fantástica», tal la definición de Joaquín V. González.
La necesidad de crear próceres para la naciente patria desembocó en equívocos sobre la valía, el prestigio y los méritos de los individuos para alzarse con el ropaje de la gloria; en definitiva, no siempre un héroe se vestirá de prócer ni un prócer necesariamente será un héroe. Y ello se debe a una dimensión insoslayable del fenómeno: un héroe surge y se consolida en el seno de un pueblo que lo imagina hercúleo; un prócer sólo se materializa allí donde hay una acción institucionalizada que lo sustenta y lo impulsa como icono.
Quizás el ejemplo paradigmático de esto lo encontremos en los perfiles de Martín Miguel de Güemes y de Andrés Guacurarí y Artigas. Blanco hacendado y líder de gauchos el primero; jefe del pueblo guaraní en armas el segundo, ambos cumplieron el mismo rol durante el período independentista: servir de antemural frente al imperio español (Güemes) y al imperio portugués (Andresito). Nuestras actuales fronteras del norte se deben a ellos y es indudable que, tanto uno como el otro, fueron vistos como héroes por sus contemporáneos más directos: los gauchos en el caso de Güemes y los indios en el de Guacurarí.
Pese a ello, uno es un prócer indiscutido de nuestra historia y el otro todavía deambula en el ostracismo historiográfico, más allá del esfuerzo de algunos historiadores misioneros por rescatarlo.
Quizás Alberdi, enfrascado en la polémica frente a quienes ya le habían ganado la partida política en su país, vislumbró que era necesario desarticular aquel panteón que se gestaba al calor del positivismo decimonónico. Claro que ello sólo se lograría en la medida en que el orden que gestó esos próceres fuera cuestionado por la propia sociedad, la que, necesariamente, recurriría a nuevos héroes para avanzar hacia su próxima utopía.
Hay una figura que parece haber sobrevivido a todos los revisionismos: la de José de San Martín.