Una farsa es una pieza cómica, por lo general bastante breve, cuyo único objetivo es hacer reír a los espectadores. La trama de estas obras intenta mostrar la realidad de forma muy exagerada. Esto hace que las farsas puedan realizar una crítica social desde el humor. En la actualidad, se conoce como farsa a la compañía de farsantes (es decir, las compañías teatrales dedicadas al género) y, en forma despectiva, a la obra dramática que resulta grotesca y desarreglada.
La mirada sobre el pasado puede hacerse desde múltiples perspectivas, desde la nostalgia, desde el interés científico, desde la conciencia histórica, desde la pretensión política o desde el arte.
La Historia, con mayúsculas, es una herramienta de Poder, con mayúsculas, desde los tiempos de las primeras civilizaciones de la Mesopotamia asiática hasta nuestro nuevo siglo, el dominio de los discursos históricos constituye un cimiento ineludible para quien quiere construir poder.
En la Argentina tenemos una enorme cantidad de ejemplos sobre la ventaja que significa tener la pluma que escribe la Historia: establecer el mito iniciático de Mayo, generar los ejes político-ideológicos en base a los grandes personajes, poner en la oscuridad o en la luz la figura de Rosas, exaltar o criticar el modelo oligárquico agroexportador, explicar el peronismo, entre tantos otros ejemplos de la importancia que asume el tener la posibilidad de establecer el discurso histórico.
En nuestro país el último de los grandes temas que han movilizado a la reescritura histórica ha sido el de los movimientos políticos de la década de 1970.
La década de los 70 tenía una escritura histórica germinal nacida al calor de la dictadura, esencialmente sostenida en el relato periodístico donde “subversivos”, “delincuentes terroristas” o “guerrilleros” eran los responsables y victimarios de un proceso histórico marcado por la violencia política, luego ese discurso sufrirá una primera reescritura con el advenimiento de la democracia alfonsinista y que se sostuvo en el transcurso de la década menemista basado en la llamada “Teoría de los Dos Demonios”, en la que a aquellos victimarios subversivos les surge una contrafigura de similar responsabilidad llamada terrorismo de Estado.
Esta lectura de la Historia de dos partes enfrentadas con similares responsabilidades para una década de violencia y muerte, si bien generaba insatisfacción en las agrupaciones de la izquierda, en las víctimas del terror dictatorial y en sectores del progresismo intelectual, de alguna manera sí dejaba satisfecho al poder económico y a sus representantes de la derecha política e interpretadores de la prensa y los medios electrónicos, ya que la lectura histórica de los dos demonios si bien no era aquella ideal de la dictadura, sin embargo, como buena herramienta de poder, tenía su correlato benéfico en las decisiones políticas que hilvanaron la obediencia debida, el punto final y los indultos.
En este marco, la reescritura histórica que promueve el kirchnerismo a partir del 2003, desestabiliza todas las estructuras establecidas en torno al fenómeno de la violencia setentista, ya que se opone diametralmente a la primera lectura de la dictadura y significa un cambio sustancial sobre la lectura de la reinstauración democrática.
Sucio Trapo Rojo – Llambías por orsondiaz
La nueva visión histórica de los 70 se centra en una revalorización de las intenciones y objetivos de las organizaciones políticas juveniles (esencialmente del peronismo) que terminaron siendo barridas por la ofensiva militar y el terrorismo de Estado, una visión condescendiente respecto a las motivaciones y crítica acerca de las metodologías de las agrupaciones involucradas en este drama, pero que deja en el escenario a un victimario solitario: el sector militar.
Desde el momento en que se consagra la nueva escritura de la Historia los sectores vinculados al poder tradicional de la economía y sus relatores políticos y periodísticos comienzan a fustigarla junto con sus consecuencias directas: la derogación de indultos, leyes de obediencia debida y punto final, la proliferación de juicios a los responsables militares de torturas y desapariciones, el renovado impulso a las organizaciones como Madres y Abuelas de Plaza de Mayo y la apertura de un capítulo aún en sombras de este período como es la colaboración civil en las ignominias de la dictadura, tanto de los sectores encumbrados del poder económico como de los medios de comunicación.
Pero en este punto es que se produce una incomprensión de parte del nicho más conservador del arco político que confunde el pasado con el presente, que no logra diferenciar un acto típico de reescritura histórica como la que realiza el kirchnerismo con una intención de construir el presente. A partir de esta confusión comienzan a buscar semejanzas que les permitan inferir que aquello que es pasado se trata en realidad de una reedición en el presente.
En esta búsqueda comienza a construirse una realidad, acción que goza del apuntalamiento de los medios de comunicación adictos a la oposición política, por medio de la cual se intenta explicar que este presente no se trata más que de un remedo de aquel pasado de los 70.
Néstor Kichner sería un nuevo Perón muerto, Cristina Fernández ocuparía el lugar de Isabelita, Moyano el de Lorenzo Miguel, La Campora serían los Montoneros y Aníbal Fernández ocuparía el rol estelar de Lopez Rega. El problema comienza a volverse más complejo cuando esta construcción de realidad, en tono de farsa, debe ubicar en sus roles a los protagonistas de la contratara, y es aquí donde los grupos de la derecha argentina se enfrentan con una lamentable realidad: no requieren de nuevos interpretes, ya que son ellos mismos los que siguen anclados en aquel pasado del cual se muestra incapaces de salir.
Es a partir de este esquema de interpretación como pueden leerse expresiones como la del presidente de las Confederaciones Rurales Argentinas, Pedro Llambía, diciendo que se quiere reemplazar la bandera argentina por “un sucio trapo rojo”.
La mención del “sucio trapo rojo” era una muletilla típica en las arengas militares de las dictaduras y de sus expresiones más ultramontanas en tiempos de la Guerra Fría de las décadas de 1960 y 1970. Tan habitual era esta frase en el discurso más reaccionario que como suele suceder en estos casos se terminó convirtiendo en el discurso mismo. El tiempo suele procesar estos excesos conceptuales desde el humor y eso es lo que hizo Diego Capusotto con su personaje Cecilio, un cantante melódico popular de los 70, un Sandro anticomunista contracara del revolucionario Bombita Rodriguez, que entre uno de sus hits presenta la canción “Rojo, Rojo”, cuyo estribillo reza “rojo, rojo, sucio trapo rojo”.
La realidad y la farsa.
La mención de Llambías revela entonces su intención de protagonizar un rol en esta construcción de la realidad setentista que propone la conservaduría nacional y sus intérpretes mediáticos, necesitados de personajes que ocupen los roles reservados a la contraparte oficial en este drama imaginado.
Lo más extraño es que si aquellos 70 hubieran revivido como pretende mostrar esta construcción mediática de la derecha argentina la frase de Llambías debería haber sido dicha por el personaje Moyano-Lorenzo Miguel, o por la propia Cristina-Isabel ya que hasta el mismo Perón la utilizó en alguna oportunidad (“no cambio la bandera del justicialismo por el sucio trapo rojo del comunismo”) pero ante la obviedad de que se trata de una frase anacrónica y vacía de contenido real, en este presente el bocadillo debe ser dicho directamente por el actor-representante de las minorías sin respaldo popular.
En el día de hoy el diario La Nación escribe una editorial en la cual ataca a la formación juvenil La Cámpora lamentando que no se trate de una verdadera formación revolucionaria, lamentando que no cumplan ese rol asignado de ser los nuevos montoneros. Como si latiera aquella vieja frase de que para toda pelea hacen falta dos.
Así está la cosa, aquellos que acusaron durante años al kirchnerismo de hacer setentismo, hoy comprenden que aquel solo pretendió reescribir la Historia, pero no volverla a vivir. Y nuestra derecha reaccionaria en cambio sí desea volver a aquellos setenta, porque toda vez que las urnas no parecen ser el camino, en aquel pasado sí existían alternativas.
Si esta Cristina con poder no desea ser aquella pobre Isabel, si Moyano no está dispuesto a convertirse en el Lorenzo Miguel que rompa la escena, si Anibal Fernandez no pretende asumir las ropas de monje negro y La Campora gusta más de las subsecretarías y las manifestaciones juveniles que de las armas, en el escenario del teatro de unos 70 renovados solo quedan roles disponibles para la oligarquía anacrónica, la prensa ultramontana, la oposición política complaciente con el poder económico, la Iglesia Católica de siempre y el periodismo servil… se lamenta sin embargo la ausencia del brazo armado de toda esta construcción, el poder militar, aquello que se fue con la historia.
La gran diferencia entre aquellos 70 y esta farsa de pasado devenido en presente es que en el inevitable desarrollo del proceso histórico quedó en el camino la habitual herramienta de las minorías reaccionarias argentinas para acceder al poder, y hoy solo queda el camino de las urnas. Y es esta y no otra la realidad que incomoda, la que se intenta negar, la que ante la evidencia de la impotencia política se intenta sustituir por una triste farsa.
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