Cuando el giro neoliberal iniciado a mediados de la década de 1970, experimentado primero a través de gobiernos dictatoriales como el de Pinochet en Chile, llegó a las democracias occidentales en la década de 1980 con las presidencias de Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret Thatcher en Gran Bretaña; debió construirse un consenso popular para la aceptación del neoliberalismo que buscaba recomponer el poder de las clases altas, y para ello ambos jefes de estado recurrieron a un conflicto disciplinador que derivase en una corriente de aprobación popular que permitiera generar el suficiente consenso y aprobación para ejecutar los cambios.
El conflicto disciplinador fue elegido oportunamente en base a tres premisas: 1) debía generar el alineamiento de la clase media con la posición del gobierno; 2) consistiría en el enfrentamiento con un sindicato, institución largamente desprestigiada entre dicha clase; y 3) debería involucrar a un rubro laboral cuya lucha no produjese empatía en la población sino todo lo contrario, molestias y dificultades; todo esto con la inestimable colaboración de la justicia y los medios de comunicación.
El caso Reagan y los controladores aéreos
El primero en generar consenso neoliberal mediante el conflicto disciplinador fue Ronald Reagan en el verano de 1981, siete meses después de haber asumido, cuando el sindicato de controladores aéreos, PATCO, no acepto la oferta salarial de la Administración Federal de Aeronavegación y paralizó todos los aeropuertos de Estados Unidos en plena temporada de vacaciones.
El sindicato de controladores aéreos tenía ganado entre la población una pésima imagen dada su habitual recurrencia a las huelgas que generaban disgusto entre los pasajeros en un país en el que el transporte aéreo es entendido como un servicio esencial, a tal punto que durante una huelga en 1970 el influyente New York Times había sostenido en un editorial que el sindicato PATCO era “una amenaza para la civilización”.
El gobierno de Reagan respondió a esta nueva huelga de manera brutal y decidida, ocupando los puestos de trabajo con 3.000 supervisores, 2.000 rompehuelgas y 1.000 militares que lograron reanudar la mayor parte de las operaciones. Junto a ello abrió la inscripción extraordinaria en la escuela de controladores multiplicando por 3 la matrícula, al mismo tiempo que declaraba ilegal la huelga aplicando un ultimátum a los trabajadores en conflicto: regreso al trabajo en 48 horas o despidos en masa. Dos días después el gobierno despidió a más de 10 mil controladores aéreos, se impuso la prohibición de que el Estado los retomara en cualquier otra actividad, y la justicia sancionó con multas millonarias al sindicato que terminó por ser disuelto al no renovársele su personería legal.
Los otros sindicatos aéreos ante este giro represivo decidieron romper la huelga, lo mismo hizo la central sindical nacional AFL-CIO que desconoció al gremio de los controladores aéreos. El trabajo organizado retrocedió ante el poder del gobierno decidido a todo.
La posición adoptada por Reagan tuvo el acompañamiento de la clase media que se vio afectada por la huelga en plenas vacaciones y su triunfo significó un espaldarazo para sus políticas sociales y económicas, esencialmente para la flexibilización de las condiciones de trabajo, la emulación de actitudes similares que las empresas de la actividad privada tomaron contra las huelgas, además de reducir a la nada la futura capacidad de lucha de los trabajadores estatales. Según el periodista y cineasta Michel Moore ese fue el preciso momento en que comenzó el giro neoliberal en Estados Unidos, a partir de allí todo fue retroceder ante el embate de las políticas tendientes a enriquecer a los más ricos. Paradójicamente fue la propia clase media, que apoyó la decisión de Reagan de destrozar la huelga aérea, terminó gatillando sobre su propia cabeza.
El rol de los medios no fue menor, a tal punto que una encuesta realizada por The New York Times / CBS News en septiembre de 1981, luego del conflicto, indicó que el 51% de los encuestados, en hogares de trabajadores, dijeron que pensaban que los sindicatos tenían demasiada influencia.
Según la revista The Nation el verdadero legado político de la Era Reagan no fue, como todos suponen, el recorte de impuestos para los más ricos, sino el quiebre de toda la estructura sindical.
Ronald Reagan que era un presidente poco popular a comienzos de 1981 se transformó de pronto en un héroe nacional gracias a su drástico manejo de la huelga y el frente sindical.
El caso Thatcher y la huelga minera
En el caso de Margaret Thatcher el conflicto disciplinador se produjo en marzo de 1984 y se trató de una huelga minera lanzada por el sindicato minero NUM, el más poderoso de Gran Bretaña. Se considera este episodio uno de los dos que permitieron a Thatcher afianzar su poder, el otro fue la Guerra de Malvinas, para lograr imponer el giro neoliberal en Gran Bretaña orientado a las privatizaciones, desindustrialización y destrucción del poder sindical al que se acusaba de ser el causante del deterioro productivo del país.
Thatcher acababa de ser reelegida al frente del gobierno gracias a su victoria militar contra la Argentina, y se disponía ahora a enfrentar al que llamaba “el enemigo interior”, los sindicatos.
El hecho se produjo cuando el ente estatal que administraba la actividad minera (NCB) informó el cierre inmediato de varias minas lo que significaba el despido de 20 mil trabajadores, más del 10% del plantel total del país. Ante la gravedad de la noticia el sindicato NUM llamó a los mineros a la huelga para preservar la fuente de trabajo, era la oportunidad anhelada por Thatcher, Muchos analistas consideran que la decisión de la NCB no fue casual, sino que consistió en una provocación dado que el gobierno había comenzado en 1981 a acumular reservas de carbón suficientes para varios años para enfrentar un eventual conflicto laboral.
En un contexto económico de alto desempleo y desindustrialización, y en un marco social ganado por la frase de Thatcher “la sociedad no existe, solo hombres y mujeres individuales”, la huelga minera se encontró con un escenario sumamente hostil para alcanzar sus objetivos.
La huelga minera se extendió por un año, de marzo de 1984 a marzo de 1985, y terminó con la absoluta derrota de los trabajadores. El gobierno contó con el obvio apoyo de los empresarios pero también con el masivo respaldo de la clase media británica, por efecto de una clara reacción clasista, y otra vez, como en el caso de Reagan y los controladores aéreos, frente a una acción gremial cuyas consecuencias amenazaban su bienestar, todo ello sustentado en unos medios de comunicación que jugaron a favor del gobierno mintiendo, ocultando y tergiversando hechos y noticias, especialmente la BBC y el diario sensacionalista The Sun, quien intentaba ligar al líder sindical minero Arthur Scargill con Adolf Hitler.
A lo largo del año que duró la huelga 3 obreros murieron en enfrentamientos con las fuerzas policiales y más de 11 mil fueron detenidos acusadas de delitos como desordenes públicos, obstrucciones de rutas y atentados contra la autoridad.
También en este caso la justicia británica se alineó con el gobierno y en setiembre de 1984 el Tribunal Supremo declaró ilegal la huelga y en febrero de 1985 dictaminó oficialmente que los piquetes mineros eran ilegales.
Ya de manera temprana el gobierno de Thatcher dejó en claro que su posición frente a los huelguistas sería irreductible, ya que tres meses después de iniciado el conflicto, en junio de 1984, se produjo la llamada “Batalla de Orgreave” que enfrentó a unos 5 mil huelguistas contra una cifra similar de efectivos policiales. La represión fue brutal y el saldo dejó cientos de detenidos y heridos.
El grado de disciplinamiento alcanzado por el gobierno fue tal que en el contexto de desempleo imperante en Gran Bretaña en aquella época, que solo dos sindicatos se solidarizaron con los mineros en huelga, los marinos mercantes y los conductores de ferrocarril.
Cumplido el año de conflicto los mineros aceptaron su derrota sin conseguir ninguna de las reivindicaciones que desataron la huelga y 80 mil de ellos nunca recuperarían su puesto de trabajo y más de 70 minas serían cerradas.
El gobierno conservador neoliberal de Margaret Thatcher consiguió la victoria deseada sobre el “enemigo interno” y se afirmó en el poder, ya sin ningún obstáculo, para lanzarse a implementar el programa de gobierno que hizo desaparecer al viejo estado de bienestar británico y suplantarlo por el estado neoliberal. El dirigente sindical mercantil, Mark Serwotka, recuerda: “El legado fueron años de desaliento y derrotismo (…) Los sindicatos vieron que si el gobierno conservador podía pulverizar la industria minera, podía hacerlo con cualquiera”.
Macri en la búsqueda de “su” conflicto disciplinador
Luego de su victoria electoral de 2015 Mauricio Macri, cuyos votos propios representaron un tercio del electorado, no ha logrado generar el suficiente consenso que le permita aplicar sus políticas de transformación neoliberal reclamadas por los poderes económicos globales, esencialmente los relacionados con la reforma laboral. La única amalgama social que une al gobierno de Cambiemos con sus adherentes es el antikirchnerismo, pero esta posición no está referida a un desacuerdo con las políticas económicas del anterior gobierno sino con una multicausalidad de carácter social y cultural relacionada con moralidad, clasismo, formalismo y odio, todas razones que no han resultado suficientes para construir el consenso que se requiere para un nuevo giro neoliberal.
Macri tiene un poder limitado por su minoría legislativa y un escenario político que no logra alejar la posibilidad de un eventual retorno del peronismo a corto plazo, esa falta de fortaleza política requiere que su gobierno logre aumentar el consenso social que apruebe un nuevo giro neoliberal que deberá sustentarse esencialmente en la clase media hiperindividualista, que es su capital político, en el dominio de la justicia, que demuestra tenerlo, y el discurso mediático favorable, que está claramente alineado; pero queda un cuarto elemento aún inaccesible, la desarticulación de la protesta social y la desestructuración del factor sindical peronista. Y para este último objetivo, quizás la madre de todas sus batallas, le es imprescindible un “conflicto disciplinador”.
Carlos Menem en los 90, cuando llevó a cabo una política similar a la que pretende Macri, no necesito un conflicto disciplinador para alcanzar el consenso para ello, ya que contó a su favor con la idea instalada en el inconsciente colectivo durante dos décadas, acerca de que el Estado era el enemigo de la sociedad y la razón de toda decadencia, sumado a un contexto de aguda crisis económica y golpes hiperinflacionarios, razón por la cual pudo arremeter con el giro neoliberal noventista sin mayores dificultades ante el beneplácito general.
Macri y los sectores de poder económico hubiesen deseado contar con ese mismo escenario de crisis económica y consecuente estallido social a la hora de llegar al gobierno, cosa que le hubiera facilitado alcanzar el consenso necesario para su giro neoliberal siglo XXI, pero el gobierno de Cristina Kirchner resistió hasta el último minuto con prácticas reñidas con la ortodoxia económica, y la crisis anhelada no sucedió. Mucho menos puede contar con una posición de la ciudadanía contraria al rol del Estado, ni siquiera en el sector antikirchnerista, la sociedad argentina viene de más de una década en la que la acción del Estado volvió a ocupar un lugar protagónico, logrando revertir el desastre al que condujo al país el dominio del poder del mercado, recuperando derechos perdidos durante la década de 1990.
Por lo antes descripto el gobierno macrista tiene una sola posibilidad de generar el consenso buscado para convencer que sus políticas económicas son, como diría Margaret Thatcher, la única alternativa, y que las reformas son necesarias y responden a “lo normal” de cualquier economía del mundo, que son “lo que debe ser”; y esa única posibilidad es la generación del conflicto disciplinador.
Un factor que juega a favor del macrismo en esta búsqueda es el drástico quiebre que existe en la sociedad argentina, entendiendo que una parte de esa sociedad no tardaría en ponerse del lado del gobierno ante el conflicto, mucho más si contamos el desprestigio tradicional que tiene la imagen de los sindicatos en nuestra sociedad, fundamentalmente en la clase media.
El conflicto disciplinador debe contar con un presupuesto esencial: debe ser ejecutado contra un colectivo de trabajadores cuya imagen sea fácilmente atacable a los ojos de la sociedad, y en nuestro país hay dos perfiles que cumplen con este supuesto, los trabajadores del transporte y los docentes. Es decir, grupos de trabajadores cuyas medidas de fuerza tienen como consecuencia un inmediato mal humor social ya que su actividad modifica la rutina cotidiana de la mayoría de las personas. Mientras las huelgas industriales, rurales o de otros servicios suelen generar empatía en la población los paros de actividades docentes o del transporte producen el efecto contrario, molestia que rápidamente se traduce en deseos de solución del conflicto de la manera que sea, sin importar si es a favor o en contra del trabajador en huelga.
En el caso de los docentes el lazo que los une con las familias en la sociedad argentina es delgado, ya que la escuela ha dejado de ser un espacio educativo para transformarse en una instancia de lugar y tiempo imprescindible para la organización cotidiana de las familias, y que cualquier modificación de esa rutina desata una cadena de problemas individuales que repercuten en todas las actividades de las personas.
En su primer año de gobierno Mauricio Macri no pudo encontrarse con su conflicto disciplinador, ya sea por la astucia de la razón o la perspicacia de la conducción sindical, el movimiento obrero organizado ha evitado por el momento enfrentarse de manera drástica con el gobierno. Esta situación resulta agridulce para el macrismo, porque por un lado le dio aire político al gobierno en su primer año pero por el otro lo ha limitado en su accionar al no poder profundizar los cambios hacia el giro neoliberal; de allí la necesidad por construir el conflicto disciplinador.
Cuando a principios de año el gobierno decidió no abrir la paritaria docente nacional puso la piedra basal del conflicto frente a un conjunto de gremios siempre dispuestos a usar la herramienta de la huelga. La falta de paritaria nacional obliga a los gobiernos provinciales a limitar sus ofertas salariales a la pauta inflacionaria del 18% prevista en el presupuesto nacional, por eso días después de esta novedad la gobernadora María Eugenia Vidal levantó las paredes del conflicto al ofrecer un aumento salarial escalonado que equipare a la inflación del 2017, consagrando de tal modo la pérdida salarial del orden del 10% que produjo el fallido 2016, y anunciando, sin que todavía los gremios hubiesen analizado el paro, que si los docentes hacen huelga les descontará los días de su salario.
La oferta de Vidal, que se verá replicada en cada provincia, es un desafío directo a los gremios que reaccionaron con el previsible anuncio de huelga. El esperado conflicto disciplinador ha sido puesto en marcha.
Al mismo tiempo la corte provincial dictaminó, en un caso de empleados sindicalizados en CTA, que es legal descontar días de huelga a los agentes estatales, y los medios de comunicación adictos al gobierno comenzaron a demonizar al líder sindical docente Roberto Baradei y a difundir la tradicional idea ya asentada en el inconsciente colectivo, que incluso repitiese en alguna ocasión la propia Cristina Kirchner, de que los docentes son trabajadores privilegiados, vagos y ventajeros.
El siguiente paso fue inundar las redes sociales con la idea de reemplazar a los docentes en huelga por nobles ciudadanos que sí están interesados en la educación y en nuestros niños.
El conflicto disciplinador está lanzado, y el gobierno parece dispuesto a emular a Reagan y a Thatcher para obtener de él el consenso necesario para poner en marcha la parte sustancial del giro neoliberal: el ataque a los derechos del trabajador en medio de un escenario signado por el desempleo, la reducción del consumo y la detención de la economía.
Como se observa existen enormes y nada casuales similitudes entre los conflictos disciplinadores de Reagan y Thatcher y el que pretende Macri, es urgente que los responsables de los gremios docentes comprendan que están metidos dentro de un juego que los supera en importancia y deberán tener la suficiente inteligencia y capacidad política para no terminar siendo utilizados como llave que active el giro neoliberal versión Macri.
Deberán agudizar la inteligencia para detectar las trampas, evaluar las herramientas adecuadas de lucha, y comprender que el conflicto docente es más que un problema de los trabajadores de la educación sino el anhelado conflicto disciplinador que necesita el macrismo.
Todavía se está a tiempo de redireccionar el conflicto hacia más imaginativas zonas de interés para los trabajadores antes de verse envueltos en una irremediable vorágine de la cual el gobierno ya no los quiera dejar salir.
Efectivamente se pudo comprobar, de forma bastante sencilla, que en las redes sociales el iniciador de la «campaña» para reemplazar a los huelguistas docentes fue nada mas ni nada menos que un militante del PRO (increíble de creer que existan este tipo de militantes, pero que los has los hay). Luego la propia dinámica de las redes sociales hizo el resto, difuminando y ocultando su origen partidario y generando el efecto deseado en la opinión pública, cada vez mas privatizada que pública.