El diario británico The Guardian publicó un artículo del analista Martin Jacques en el que plantea que el neoliberalismo nacido en la década de 1980 en Gran Bretaña y Estados Unidos ha comenzado a agonizar en esos mismos países, siendo el Brexit y la candidatura de Donald Trump la evidencia de dicha decadencia.
La lectura del artículo resulta muy recomendable para entender cuan diferentes se ven las cosas sobre la economía neoliberal en el centro del mundo de lo que se muestra desde Latinoamérica.
La muerte del neoliberalismo y la crisis de la política occidental
Martin Jacques[1]
A principios de la década de 1980 el autor fue uno de los primeros en anunciar el dominio emergente del neoliberalismo en el oeste. Aquí se argumenta que esta doctrina está fallando. Pero, ¿qué pasa después?
En occidente la crisis financiera de 2007/8 fue la peor desde 1931, sin embargo, sus repercusiones inmediatas fueron sorprendentemente modestas. La crisis desafió las piedras angulares de la ideología neoliberal dominante, que parecía que saldrían de ella en gran medida indemnes. Los bancos fueron rescatados; casi no hubieron banqueros procesados por sus crímenes a ambos lados del Atlántico; y el precio de su comportamiento fue debidamente pagado por el contribuyente. La política económica posterior, especialmente en el mundo anglosajón, se ha apoyado abrumadoramente en el monetarismo y ha fallado. La economía occidental se ha estancado y ahora se acerca a su década perdida, sin final a la vista.
Después de casi nueve años, por fin estamos empezando a cosechar el torbellino político de la crisis financiera. Pero, ¿cómo el neoliberalismo logró sobrevivir prácticamente incólume durante tanto tiempo? A pesar de que no pasó la prueba del mundo real, legando el peor desastre económico en las últimas siete décadas, política e intelectualmente seguía siendo el único espectáculo en la ciudad. Partidos de derecha, centro e izquierda compraron el pensamiento neoliberal en su totalidad, suponiendo que no había otra manera de pensar o de hacer: el neoliberalismo se había convertido en el sentido común. Era, como decía Antonio Gramsci, hegemónico. Pero una hegemonía que no puede sobrevivir a la prueba del mundo real.
El primer indicio de los efectos de las consecuencias políticas se hizo evidente en el giro de la opinión pública en contra de los bancos, los banqueros y los empresarios. Durante décadas parecían no poder hacer nada malo: eran agasajados como los modelos de conducta de nuestra época, los solucionadores de todos los problemas sean de la educación, la salud y todo lo demás. Ahora, sin embargo, su estrella está en fuerte descenso, junto con la imagen de la clase política. El efecto de la crisis financiera empezó a socavar la fe y la confianza en la competencia de las elites gobernantes. Esto marcó el comienzo de una crisis política más amplia.
Pero las causas de esta crisis política, manifiestamente evidentes a ambos lados del Atlántico, son mucho más profundas que simplemente una crisis financiera, ya que la recuperación prácticamente ha muerto en la última década. Las causas van al corazón del proyecto neoliberal, que data de finales de los años 70 con el ascenso político de Reagan y Thatcher, que se abrazaron centralmente a la idea de un libre mercado global de bienes, servicios y capital, desmantelando el sistema de regulación bancaria, cosa que sucedió en los EE.UU. en la década de 1990 y en Gran Bretaña en 1986, creando así las condiciones para la crisis de 2008. La igualdad fue despreciada, la idea de la economía del goteo alabada, el gobierno condenado por el mercado, encadenado y debidamente reducido, la inmigración activada, las regulaciones llevadas a su mínima expresión, los impuestos reducidos y haciendo la vista gorda frente a la evasión de las corporaciones.
Cabe señalar que, en términos históricos, la era neoliberal no ha tenido una particular buena trayectoria. El periodo más dinámico de crecimiento occidental de posguerra fue que entre el final de la guerra y los años 70, la era del capitalismo del bienestar y el keynesianismo, cuando la tasa de crecimiento fue el doble que en el periodo neoliberal desde 1980 hasta la actualidad.
Pero, con mucho, la característica más desastrosa del período neoliberal ha sido el enorme crecimiento de la desigualdad. Hasta hace muy poco, esto había sido prácticamente ignorado. Con extraordinaria rapidez, sin embargo, ha surgido como el tema político más importante en ambos lados del Atlántico, más dramáticamente en los EE.UU.. La desigualdad es, sin excepción, la cuestión que está impulsando el descontento político que ahora se cierne sobre occidente. Dada la evidencia estadística, es desconcertante, sorprendente incluso, que se ha hecho caso omiso a esta problemática durante tanto tiempo; la explicación sólo puede estar en la gran extensión de la hegemonía del neoliberalismo y sus valores.
Pero ahora la realidad ha alterado esta fortaleza doctrinal. En el período 1948-1972, todos los sectores de la población estadounidense experimentaron incrementos muy similares y de tamaño considerable en su nivel de vida; entre 1972-2013, un 10% experimentó la caída del ingreso real, mientras que a otro 10% le ha ido mucho mejor que a todos los demás. En los EE.UU., la mediana de ingreso real de los trabajadores de sexo masculino a tiempo completo es ahora menor de lo que era hace cuatro décadas: los ingresos de la parte inferior del 90% de la población se ha estancado desde hace más de 30 años
El cuadro no es tan diferente en el caso del Reino Unido, y el problema se ha vuelto más grave desde la crisis financiera. En promedio, entre el 65 y 70% de los hogares en 25 países de ingresos altos experimentaron un estancamiento en sus ingresos reales o una caída entre 2005 y 2014.
Grandes sectores de la población, tanto en los EE.UU. como en el Reino Unido están ahora en rebelión contra su suerte. Las razones no son difíciles de explicar, la era de la hiper-globalización se ha aplicado sistemáticamente a favorecer al capital contra el trabajo: los acuerdos comerciales internacionales, elaborados en gran secreto, excluyendo de su tratamiento a las empresas más pequeñas, los sindicatos y los ciudadanos, la Asociación Trans-Pacífico (TPP) y el Acuerdo Transatlántico para el Comercio y la Inversión (TTIP) son los ejemplos más recientes; el ataque político-legal a los sindicatos; el fomento a la inmigración a gran escala, tanto en los EE.UU. como en Europa ayudaron a socavar el poder de negociación de los trabajadores nacionales, y la incapacidad de reciclar a los trabajadores desplazados.
Como Thomas Piketty ha mostrado, en ausencia de presiones compensatorias, el capitalismo gravita naturalmente hacia el aumento de la desigualdad. En el periodo comprendido entre 1945 y finales de los 70, la competencia de la Guerra Fría fue sin duda la más grande de esas restricciones, de esas presiones compensatorias. Desde el colapso de la Unión Soviética, no ha habido ninguna otra. A medida que la reacción popular crece y se vuelve cada vez más irresistible, la presencia de los ganadores que se lo llevan todo se vuelve políticamente insostenible.
Grandes sectores de la población, tanto en los EE.UU. como en el Reino Unido están ahora en rebelión contra su suerte, como gráficamente ilustran el apoyo a Trump y a Sanders en los EE.UU. y el voto Brexit en el Reino Unido. Esta revuelta popular se describe a menudo, de una manera denigratoria y desdeñosa, como populismo. O, como escribe Francis Fukuyama, en un excelente reciente ensayo para la revista Foreing Affaires: » ‘populismo’ es la etiqueta que las élites políticas ponen a las políticas apoyadas por los ciudadanos comunes que a aquellas no les gusta». El populismo es un movimiento en contra del status quo, representa el comienzo de algo nuevo, aunque por lo general es mucho más claro de qué cosa está en contra que de hacia dónde va. El populismo puede ser progresista o reaccionario, pero más generalmente es ambas.
El Brexit es un ejemplo clásico de tal populismo. Se llevó puesto a la piedra angular de la política del Reino Unido desde principios de 1970 y ostensiblemente respecto a Europa, se trata de mucho más que eso: un alarido de aquellos que sienten que han perdido y han quedado atrás, cuyo nivel de vida se ha estancado o empeorado desde la década de 1980, que se sienten dislocados por la inmigración a gran escala sobre las cuales no tienen ningún control y que se enfrentan a un mercado laboral cada vez más inseguro y precario. Su rebelión ha paralizado la élite gobernante, ya se ha cobrado un primer ministro, y pone al próximo a caminar a tientas en la oscuridad en busca de inspiración divina.
La ola de populismo marca el regreso de la clase como un factor central de la política, tanto en el Reino Unido como en los EE.UU.. Esto es particularmente notable en los EE.UU. donde durante muchas décadas la idea de la «clase obrera» era marginal en el discurso político estadounidense. La mayoría de los estadounidenses se consideran a sí mismos como de clase media, un reflejo del impulso aspiracional que anida en el corazón de la sociedad americana. De acuerdo con una encuesta de Gallup, en 2000 sólo el 33% de los estadounidenses se llamaban a sí mismos como parte de la clase obrera; en 2015 sin embargo la cifra fue de 48%, casi la mitad de la población.
El Brexit, también es, sobre todo, una rebelión de la clase obrera. Hasta ahora, a ambos lados del Atlántico, la categoría de clase ha estado en retirada a favor de la aparición de una nueva gama de categorías como las identidades, las cuestiones de género y la raza, la orientación sexual y el medio ambiente. El retorno de la clase como categoría de pertenencia debido a su gran alcance, tiene el potencial, como ningún otro tema, para redefinir el panorama político.
El resurgimiento de la clase sin embargo no se debe confundir con el movimiento obrero. No son sinónimos, esto es obvio en los EE.UU. y cada vez más en el caso del Reino Unido. De hecho, durante el último medio siglo, ha habido una creciente separación entre ambos conceptos en Gran Bretaña. El resurgimiento de la clase obrera como una voz política en Gran Bretaña, sobre todo en el voto Brexit, puede ser mejor descrito como una expresión incipiente de resentimiento y de protesta con un sentido muy débil de pertenencia al movimiento obrero.
De hecho, el Partido de la Independencia (UKIP) ha sido tan importante en la formación de opiniones como el partido Laborista. En los Estados Unidos, tanto Trump como Sanders han sido la expresión de la rebelión de la clase obrera, una clase sin pertenencia política cuya orientación lejos de estar predeterminada, como a la izquierda le gustaba pensar, es una función de la política.
La era neoliberal está siendo socavada desde dos direcciones. En primer lugar, si su historial de crecimiento económico nunca ha sido particularmente fuerte, ahora es pésimo. Europa es apenas un poco más grande de lo que era en la víspera de la crisis financiera en 2007; los Estados Unidos si bien lo ha hecho mejor su crecimiento ha sido anémico. Economistas como Larry Summers creen que la perspectiva para el futuro es muy probablemente la de un estancamiento de un siglo.
Peor aún, debido a que la recuperación ha sido tan débil y frágil, existe la creencia generalizada de que otra crisis financiera puede producirse. En otras palabras, la era neoliberal ha llevado a occidente de nuevo a la clase de mundo en crisis que no vivía desde la década de 1930. Con estos antecedentes, no es de extrañar que una mayoría crea que sus hijos van a estar peor de lo que ellos están. En segundo lugar, los que han perdido en la era neoliberal ya no están dispuestos a aceptar su destino y se han puesto abiertamente en rebelión. Estamos presenciando el fin de la era neoliberal, no está muerta aún, pero está en su agonía de una muerte temprana, al igual que la era socialdemócrata entró en decadencia en la década de 1970.
Una señal segura del descenso de la influencia del neoliberalismo es el creciente coro de voces intelectuales que se alzan en su contra. Desde mediados de los años 70 y a través de los años 80, el debate económico fue dominado cada vez más por los monetaristas y los impulsores del libre mercado, pero desde la crisis financiera occidental, el centro de gravedad del debate intelectual ha cambiado profundamente. Esto es más evidente en los Estados Unidos, con economistas como Joseph Stiglitz, Paul Krugman, Dani Rodrik y el cada vez más influyente Jeffrey Sachs. El libro del francés Thomas Piketty, El Capital en el siglo XXI, que analiza el problema de le desigualdad en el mundo ha sido un best seller global. Su trabajo y el de de Tony Atkinson y Angus Deaton han empujado a la cuestión de la desigualdad a lo alto de la agenda política. En el Reino Unido, Ha-Joon Chang es un economista que ha ganado muchos seguidores que piensan que la economía no es una rama de las matemáticas.
Mientras tanto, algunos de los que antes eran firmes defensores de un enfoque neoliberal, como Larry Summers y el analista del Financial Times Martin Wolf, se han convertido en extremadamente críticos. El viento sopla las velas de los críticos del neoliberalismo; los neoliberales y monetaristas están en retirada. Sin embargo en el Reino Unido, los medios de comunicación y los políticos van muy por detrás de esta realidad y pocos reconocen que estamos al final de una época. Actitudes y supuestos anclados en el pasado aún predominan, ya sea en la BBC, en la prensa de derecha o en los parlamentarios del Laborismo.
Tras la renuncia de Ed Miliband como líder del Laborismo prácticamente nadie previó el triunfo de Jeremy Corbyn en la elección por la conducción. Se suponía que volvería a suceder más de lo mismo, pero ciertamente no preveían a nadie como Corbyn. Pero el espíritu de la época había cambiado, y especialmente por la cantidad de jóvenes que se habían unido y querían una ruptura total con el llamado Nuevo Laborismo. Una de las razones por las que la izquierda no ha logrado liderar el nuevo estado de ánimo producto de la desilusión de la clase obrera es que la mayoría de los partidos socialdemócratas se convirtieron, en diversos grados, en alumnos del neoliberalismo y la súper-globalización. Las formas más extremas de este fenómeno fueron el Nuevo Laborismo en Gran Bretaña de la mano del Tony Blair y los demócratas norteamericanos bajo la dirección de Bill CLinton que a finales de los años 90 se convirtió en vanguardia de la aceptación del neoliberalismo a través de la llamada Tercera Vía.
Pero como David Marquand observa en una crítica para el New Statesman, ¿cuál es el objetivo de un partido socialdemócrata si no representa a los menos afortunados, los desfavorecidos y los perdedores? El Nuevo Laborismo desertó de quienes lo necesitan, a los que históricamente se suponía que debía representar. ¿Es sorprendente que una gran parte de la centroizquierda los haya abandonado? Blair, en su reencarnación como consultor económico obsesionado con un montón de presidentes y dictadores es un símbolo apropiado de la desaparición del Nuevo Laborismo.
Los contendientes rivales -Burnham, Cooper y Kendall- representaban continuidad y fueron arrollados por Corbyn, que ganó con casi el 60% de los votos. El Nuevo Laborismo que había aceptado la influencia del thatcherismo había muerto. El Laborismo, como todos los demás, está obligado a pensarse de nuevo.
El Laborismo puede estar en terapia intensiva pero la condición de los conservadores no es mucho mejor. David Cameron es el culpable de un enorme error de cálculo que irresponsablemente llevó al Brexit. Se vio obligado a renunciar en la más ignominiosa de las circunstancias y el partido quedó dividido irremediablemente sin tener idea de hacia qué dirección se mueve después del Brexit.
El Brexit ha dejado al país fragmentado y profundamente dividido, con la perspectiva muy real de que Escocia pueda optar por la independencia. Mientras tanto, los conservadores parecen tener poco entendimiento de que la era neoliberal está agonizando.
Si los sucesos del Reino Unido han sido dramáticos nada se compra con los de Estados Unidos. Casi de la nada Donald Trump se elevó para capturar la nominación republicana y burlar prácticamente a la totalidad de los expertos e incluso a las personalidades mñas importantes de su propio partido. Su mensaje es francamente anti-globalización, él cree que los intereses de la clase obrera han sido sacrificados en favor de las grandes corporaciones que se han dedicado a invertir en todo el mundo privando con ello a los trabajadores estadounidenses de sus puestos de trabajo. Además, argumenta que la inmigración a gran escala ha debilitado el poder de negociación de los trabajadores estadounidenses lo que sirvió para bajar sus salarios.
Trump propone que las empresas estadounidenses deberían estar obligados a invertir sus reservas de capitales en los EE.UU. y cree que el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) ha tenido el efecto de exportar empleos desde Estados Unidos a México. Por razones similares es que se opone a la TPP y el TTIP, y acusa a China de robar empleos norteamericanos, amenazando con imponer un arancel del 45% a las importaciones chinas.
A la globalización Trump contrapone nacionalismo económico: «poner a Estados Unidos en primer lugar» es el lema. Su público es la clase trabajadora blanca que, hasta la llegada de Trump (y de Bernie Sanders) en la escena política, había sido ignorada en gran medida y no estaban representados desde la década de1980. Dado que sus salarios han estado cayendo durante la mayor parte de los últimos 40 años resulta inexplicable cómo sus intereses han sido descuidados por la clase política. Estos trabajadores blancos cada vez más han votado por los republicanos, pero los republicanos durante mucho tiempo han sido dominados por los super-ricos y los intereses hiper-globalizadores de Wall Street, dirigidos directamente en contra de los de la clase trabajadora blanca. Con la llegada de Trump encontró este sector finalmente un representante e impulsaron el triunfo de Trump en la nominación republicana.
El argumento del nacionalismo económico también ha sido perseguido vigorosamente por Bernie Sanders, que enfrentó a Hillary Clinton por la nominación demócrata y que probablemente hubiera ganado si no hubieran mediado unos 700 llamados a superdelegados que fueron escogidos de manera efectiva por la máquina demócrata para que se volcaran abrumadoramente al apoyo de Clinton. Al igual que en el caso de los republicanos, los demócratas han apoyado durante mucho tiempo una estrategia neoliberal favorable a la globalización, en contra de intereses de su base sindical. Tanto los republicanos como los demócratas ahora se encuentran profundamente polarizados entre los pro y los anti-globalizadores, un desarrollo totalmente nuevo desde que llegó el neoliberalismo bajo Reagan hace casi 40 años.
Otro de los pilares de la propuesta nacionalista de Trump: «Hacer grande a Estados Unidos de nuevo» es su posición sobre la política exterior. Él cree que en la búsqueda de de generar poder a nivel global los Estados Unidos han despilfarrado recursos de la nación. Sostiene que sistema de alianzas del país es injusto, con Estados Unidos que lleva la mayor parte del costo y sus aliados que contribuyen muy poco. Señala a Japón y Corea del Sur, y a los miembros europeos de la OTAN como claros ejemplos, y pretende reequilibrar estas relaciones o, en su defecto, salir de esas alianzas.
Como país en decadencia Trump sostiene que Estados Unidos ya no puede permitirse el lujo de sostener este tipo de carga financiera. En lugar de poner el dinero en el mundo cree que el dinero debe ser invertido en el país, señalando el estado ruinoso de la infraestructura de Estados Unidos. La posición de Trump representa una importante crítica a los Estados Unidos como potencia hegemónica del mundo, sus argumentos marcan una ruptura radical con el neoliberalismo, basado en la ideología hiper-globalización que ha reinado desde principios de 1980, y con la ortodoxia de la política exterior norteamericana de la mayor parte del período de posguerra. Estos argumentos deben ser tomadas en serio, no deben ser desdeñados por el simple hecho de que Trump sea su autor. Pero Trump no es un hombre de la izquierda, él es un populista de derecha. Se ha puesto en marcha un ataque racista y xenófobo conta los musulmanes y los mexicanos. La apelación de Trump es hacia una clase obrera blanca que siente que ha sido engañada por las grandes corporaciones, desplazada por la inmigración hispana, y que a menudo ve con resentimiento a los afroamericanos que durante demasiado tiempo han sido considerados inferiores.
La América de Trump marcaría la caída en el autoritarismo caracterizado por el abuso, la estrategia del chivo expiatorio, la discriminación, el racismo, la arbitrariedad y la violencia; Estados Unidos se convertiría en una sociedad profundamente polarizada y dividida. Su amenaza de imponer aranceles de 45% sobre los productos de China, en caso de aplicarse, sin duda provocaría represalias de parte de los chinos que anunciaría el comienzo de una nueva era de proteccionismo.
Pero Trump puede perder la elección presidencial, al igual que Sanders falló en su intento de alcanzar la nominación demócrata. Pero esto no significa que las fuerzas que se oponen a la hiper-globalización, a la inmigración sin restricciones, a los acuerdos de libre comercio TPP y TTIP, a la libre circulación de capitales y mucho más, pierdan sus argumentos. En poco más de 12 meses Trump y Sanders han transformado la naturaleza y los términos de la discusión. Lejos de entrar en decadencia los argumentos de los críticos de la hiper-globalización están ganando terreno a ritmo constante, proximadamente dos tercios de los estadounidenses están de acuerdo en que «no hay que pensar tanto en términos internacionales, sino concentrarse más en nuestros propios problemas nacionales». Y, por encima de todo, lo que continuará impulsando la oposición a los hiper-globalizadores es la desigualdad.
Publicado por The Guardian. 21 de agosto de 2016
[1] Martin Jacques es el autor de Cuando China gobierna el mundo: El fin del mundo occidental y El nacimiento de un nuevo orden mundial